El Gordo Naldi: un comisario rico, famoso, mediático y de La Bonaerense

El comisario Mario Naldi Ilustracin Osvaldo Rvora
El comisario Mario Naldi. (Ilustración Osvaldo Révora)

Corría el mediodía del 10 de marzo de 1995 cuando el Tango 01 aterrizó en el Aeroparque Jorge Newbery. Pero en la cabina no se encontraba el presidente Carlos Saúl Menem sino una extraña comitiva: narcos colombianos y policías bonaerenses.

El primero en salir por la escotilla fue un tipo de enorme papada al que los movileros conocían de memoria: el comisario Mario Naldi. Bañado en sudor, grueso como nunca, con su Magnum 357 colgando de la sobaquera, el “Gordo” –como lo llaman todos– regresaba así de Catamarca, donde había obtenido el mayor trofeo de su existencia: 1.030 kilos de cocaína envuelta en bolsas estampadas con el águila rampante del Cártel de Cali.

En este punto cabe asentar una discordancia: los detenidos dirían luego que ellos en realidad poseían tres toneladas de droga. Sin embargo, pese a tan embarazosa revelación, tal pesquisa fue el broche triunfal de su carrera.

Esta culminó a fines de 1996, al trascender que su nombre aparecía en una escucha telefónica del llamado “caso Cóppola”, en referencia al “garrón” que el representante de Diego Maradona padeció cuando otros policías de La Bonaerense le “plantaron” 400 gramos de droga en un jarrón que adornaba su domicilio, en complicidad con el juez federal de Dolores, Hernán Bernasconi. Pero esa es otra historia.

La cuestión es que Naldi justo estaba Alemania, preparando los últimos detalles de la llamada “Operación Strawberry” –concebida como su próximo hito en la lucha contra el narcotráfico– cuando se enteró de que lo acababan de pasar a retiro. Pues bien, su reacción entonces fue como la de una orca a la que se le corta el camino en medio del mar. Tanto es así que pasó a colaborar con los abogados de “Guillote” para poner al descubierto todas las trapisondas del magistrado, a quien atribuía su caída en desgracia.

Lo cierto es que todo había sido fruto de un lamentable malentendido: el mencionado en la escucha no era precisamente Naldi sino un comisario mayor de la Policía Federal cuyo apellido era Nardi.

Pero el destino del “Ñoño” –otro de sus apodos– ya estaba sellado.

El arte de la elegancia

Me lo encontraría unos meses después en una confitería ubicada en la esquina de Córdoba y Paraná. Fue como si Walt Disney se hubiera topado con Mickey Mouse, ya que por esos días yo escribía –junto con Carlos Dutil– el libro “La Bonaerense”, en el cual él era uno de sus protagonistas principales. Ello pareció entusiasmarlo. Y me propuso seguir la conversación en una pequeña oficina que tenía a media cuadra.

Allí se despachó durante horas con opiniones de todo tipo. Visiblemente herido, no dejaba de transpirar mientras culpaba de su desdicha a una campaña orquestada por el narcotráfico, de la que se hacía eco la prensa y –de acuerdo a sus palabras– “los envidiosos de siempre”.

Y fundamentó esto último con elocuencia: 

–Fijate nomás a quienes atacan: al “Chorizo” Rodríguez (otro dignatario de la “Maldita Policía”) y a mí, que somos las dos estrellas de la Fuerza. ¿Cuál fue nuestro pecado? Haber sido los más exitosos. Es cierto que él se quedó un poco persiguiendo a ladrones.

Pero fue exitoso. Yo, hace tiempo que dejé eso y me especialicé en casos resonantes. Soy el tipo más felicitado de la Fuerza, querido… –reflexionó en voz alta, mientras se llenaba la boca con el aire que siempre parece faltarle y la saliva que habitualmente le sobra.

En esa oportunidad, se ensañó con el entonces jefe de La Bonaerense, comisario Adolfo Vitelli, por haberle bajado el pulgar.
Tal vez en ello existiera un encono, motivado por un episodio ocurrido muchos años antes en una comisaría de San Martín, donde ambos compartían las tareas propias de los oficiales jóvenes. El asunto fue así: Naldi jugueteaba con una pistola 9 milímetros cuando se le escapó un disparo que fue a dar en un glúteo de su compañero, algo que éste jamás le perdonó.

Al recordarle esa travesura involuntaria, el Ñoño no dijo nada, aunque sonrió con un dejo malicioso, antes de pasar a otro tema. Pero, al referirse a su holgada situación patrimonial, exclamó indignado:

– ¡Dicen que soy chorro porque ando bien vestido!

Pronunció esa frase señalándose la ropa sin disimular su orgullo. Lucía un saco rojo fucsia, camisa rosa salmón y mocasines blancos.

El detective millonario

Nacido a comienzos de 1948 en el seno de una familia de clase media, ingresó a la Escuela de Policía “Juan Vucetich” en 1966. Y su primer destino fue en la zona Norte, donde años después alcanzaría renombre.

Ya por aquel entonces llevaba un tren de vida rumboso: jugaba al rugby en el club Los Matreros, andaba en auto propio y veraneaba en Punta del Este.

Su –diríase– movilidad social fue el resultado de ciertas actividades paralelas: vigilancias y custodias privadas. Pero esos emprendimientos –según él– no le posibilitaron más que “algún lindo departamentito y buena ropa”.

El gran salto le llegó en 1973. Ese año se casó con Mónica Sergio, hija de un empresario metalúrgico.

–Mi suegro tenía una fundición y propiedades. Así es que yo tuve que vivir bien. No me podía quejar, admitió con una sonrisa ladeada.

Naldi ya tenía 25 años y prestaba servicios en la Brigada de San Martín con el grado de oficial inspector. La suerte la llegaría toda junta, puesto que en ese año fue trasladado a Robos y Hurtos, en Banfield, para integrar el llamado “Grupo Polaris”, dedicado a investigar secuestros extorsivos. Y cabe destacar que llegó allí acompañado por dos colegas que, para él, definen el “nosotros” dentro de la Fuerza: Oscar “Cocodrilo” Rossi y Ramón Orestes Verón.

La vieja sede de Robos y Hurtos se convirtió en el “Pozo de Banfield”, uno de los centros clandestinos de la última dictadura. Claro que Naldi tiene una explicación para todo:

–A mí nunca pudieron vincularme con los derechos humanos. Nunca me agarraron en nada, querido –soltó, desafiándome a encontrarlo en las listas de la Conadep.

Ya en los ’80, trabó una provechosa relación con el juez federal de San Isidro, Alberto Piotti, y ambos se las ingeniaron para trabajar codo a codo. Los desarmaderos de la zona fueron el escenario predilecto de sus andanzas. Pero, pese al empeño puesto por ellos en los procedimientos, siempre parecía faltar algo: los detenidos eran puestos en libertad y los galpones allanados volvían a funcionar nuevamente. Piotti y Naldi dejaron la zona Norte al mismo tiempo.

El nuevo juez federal de San Isidro, Roberto Marquevich, le inició seis sumarios por “irregularidades” cometidas en otros tantos procedimientos. Sin embargo, allí no culminaría el lazo entre el policía y el magistrado, dado que ellos terminaron consumando una serie de pesquisas no menos  irregulares.

En 1991, Naldi fue trasladado a la Brigada de Mercedes, con asiento en Luján. Allí se dedicaba a “cortar” vehículos un tal Ernesto Laginestra. Era el hijo del legendario pistolero homónimo, apodado “Pichón”. Poco después, su cadáver apareció en un descampado. Los vecinos aseguraban que los hombres de Naldi fueron sus ejecutores. El Gordo, por supuesto, lo negó.

Por aquellos días, ya había logrado un inocultable bienestar económico. De hecho, se le adjudicaba una lujosa mansión en Devoto, seis propiedades en Uruguay, una propiedad en Fort Lauderdale y otra en Orlando, además de un yate valuado en 600 mil dólares que –se dice– tuvo que malvender después de que su existencia trascendiera en un medio periodístico.

El cenit de su carrera fue la División Norte de Narcotráfico. Y luego de pasar a retiro se convirtió en agente inorgánico de la SIDE –siendo su amigo, el afamado agente secreto Antonio Stiuso, quien le abrió allí las puertas– una ocupación que supo alternar con la actividad privada.

La solución global

En abril de 1997, cuando “La Bonaerense” fue publicado,  el bueno de Naldi montó en cólera y, durante una charla telefónica con un colega, bramó:

–¡Este libro tiene vuelto! ¡Ya me los voy a encontrar a esos dos!

En octubre de aquel año, cuando mi amigo Dutil falleció por un infarto cuando realizaba una nota en una selva de Guatemala,  Naldi tuvo el gesto de llamarme. Su pesar sonaba genuino. Por esos días, él ya regenteaba la consultora Global Solution, que había sido constituida en sociedad con los comisarios Rossi y Verón.

Aquella empresa era como una suerte de cúpula policial en las sombras, a la que respondía –según se afirmaba dentro de la Fuerza– “aproximadamente un tercio de su oficialidad”.

Dicen que su tarea inicial fue desestabilizar la primera gestión de León Arslanian en el Ministerio de Seguridad provincial, blanqueando los negocios sucios de La Bonaerense, a la vez que utilizaba sus contactos policiales para efectuar tareas de inteligencia.

Pero desde esa fachada empresarial, el Ñoño y sus dos socios también intervinieron como mediadores en algunos secuestros extorsivos, entre los que resalta el del chico Juan Anceschi, de Ramos Mejía. Esta actividad cerraba: tras el pago del rescate, los negociadores retenían una parte del rescate y la víctima recuperaba la libertad.

Durante el interinato de Eduardo Duhalde en la Casa Rosada, entre la clientela de Global Solution había funcionarios del Poder Ejecutivo, personal jerárquico de la SIDE y también altos ejecutivos de Canal 9. Por eso, el Gordo solía ser un panelista habitual en sus programas periodísticos, pero también fue un gran proporcionador de materiales exclusivos; un ejemplo: las escuchas del secuestro del papá de Pablo Echarri, don Antonio, emitidas por su pantalla antes de que llegaran al juzgado.

Mi último encuentro con él fue durante aquella época en un estudio de TV.  Por entonces, mi hija menor era aún una beba. Al enterarse de eso, Naldi se acomodó la Magnum 357 que portaba en la cintura, antes de sorprenderme con la siguiente pregunta:

–¿Qué pañales le comprás, querido?

Yo le dije una marca.

Pero él, que poco antes también había sido padre, tuvo la deferencia de recomendarme otra con un argumento inapelable:

–Son más absorbentes, cuestan menos y traen más.

Dicho esto, volvió a acomodarse la Magnum y siguió su camino. Desde entonces, sus apariciones mediáticas se hicieron más espaciadas, hasta licuarse por completo.

Ahora es, simplemente, un fantasma del pasado.


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