Verano de 1981. En un artículo periodístico, un médico de la ciudad de California habla de una rara neumonía que tiene una particularidad: todos los afectados son jóvenes y pertenecen a la comunidad homosexual, perfectamente sanos hasta ese momento.
La enfermedad crece como la estigmatización y el miedo que provoca mientras aumentan las dudas sobre sus causas y cómo nombrarla.
En España, el 21 de agosto de 1982, un artículo del diario “El País” hace mención a un virus que solo parece atacar lo que identifica como “las 4 H: hemofílicos, heroinómanos, homosexuales y haitianos”.
Ese mismo año se utilizará por vez primera el acrónimo inglés AIDS, que en español se llamó SIDA: Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida.
Los números de enfermos crecen a un ritmo tal que se habla de una epidemia mundial. El terror se extiende. Era solo cuestión de tiempo para que la nueva enfermedad llegara a la Argentina. El primer caso se registra en 1982.
Mientras tanto, las primicias se concentran en la carrera por la vacuna y los tratamientos para detener su avance. Las noticias conviven con las contradicciones médicas que se publican sin ser contextualizadas, contribuyendo con la confusión y la incertidumbre.
Como una de las primeras poblaciones en ser afectada fue la LGBT, la retórica de un virus marginal, con su glosario discriminador y racista, será el lenguaje dominante durante mucho tiempo. Y lo que es más peligroso, en ese camino la prensa no advertirá el riesgo de contagio que básicamente existía para cualquier persona.
Además de la droga, el sexo. Todo lo que no fuera monogámico pasó a ser condenado. El SIDA se expandía como su disciplinamiento moral.
El 2 de octubre de 1985 muere Rock Hudson, el actor que contra esa masculinidad morocha que habían construido los medios, salió a explicar su homosexualidad dándole un rostro popular al sida. La noticia de su fallecimiento sale en todos lados. En Argentina, las radios sacan por primera vez a Pedro Cahn, el infectólogo que venía trabajando en el tema en el Hospital Fernández. Al día siguiente, a Cahn lo recibe una fila de 200 personas en su consultorio.
Desde entonces, las caras de los famosos que son víctimas de la enfermedad se vuelven un factor de visibilización. Los especialistas aprovechan para generar conciencia sobre las formas de contagio y las estrategias para prevenirlas.
En Argentina, quien le puso rostro al HIV fue Roberto Jáuregui. Actor y periodista, enseguida entendió la importancia de masificar el mensaje. Salió a contar su historia y cuando llegó el AZT, la primera droga con la que se combatió el virus, usó las pantallas para reclamar que se garantizara su acceso. En 1989 se unió al trabajo de Cahn en la creación de Fundación Huésped, que marcaría un antes y un después en el tratamiento y la investigación de la enfermedad en nuestro país.
Hoy, el escenario de aquellos primeros años parece haber quedado lejos. Los avances científicos, que lograron incluso una remisión del virus, se suman a los institucionales. Los Estados asumieron el deber de proteger y prevenir a las personas. No obstante, las huellas culturales que produjo la enfermedad nos siguen marcando, volviéndose una buena excusa para pensar cómo el miedo suele convivir con los prejuicios en los medios.
(Esta cápsula forma parte del ciclo “40 años de democracia” que se emite todos los miércoles y domingos por la TV Pública)